Doletin de la Real Academia Gallega 193
nes que las que puso Calder?n en boca del Conde en la jornada final
de su comedia:
Im?s f?cil me parece
haber mi mal presumido
que tu ingratitud cre?do;
y es m?s cierto haber pensado
que yo sea desdichado
que t? desagradecido.
Que era infeliz no cre?a
, i mientras probaba el castigo
de los cielos; ahora digo
que lo soy, abora lo creo,
pues tan infeliz me veo
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que ya no tengo un amigo..
En resoluci?n, bien puede afirmarse que ni una sombra la m?s
tenue empafia la e re ia fi ura del a Y o y tutor de Alfonso VII en este
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retrato moral que de ?l nos leg? el insigne dramaturgo, el m?s fbei y
1 acabado de cuantos hayan trazado novelistas y poetas. Ciertamente que
en lo dem?s (nombre, edad, etc.), el gran D. Pedro Calder?n dej? volar
la fantasia a medida de su antojo; pero bien puede ser absuelto de esta
liviana culpa en gracia a la art?stica belleza del personaje, uno de los
m?s excelsos entre sus creaciones numerosas y perdurables. Tan gran
diosa es la figura del Conde, que ella basta por s? sola a perpetuar una
obra y un protagonista que, con el prudente y ligerisimo retoque que
la verdad hist?rica demanda, pudiera ser modelo en nuestra dramatur
gia y timbre de gloria para Galicia, engrandecida en uno de sus hijos
m?s representativos y eminentes: el maestro y gu?a de aquel gran
monarca, tambi?n gallego, que proclam? desde el proscenio aquella
verdad tan sencilla como eterna, tan exquisita en la forma como auste
ra en el fondo, de que
no hay hombre tan desdichado
que no tenga un envidioso,
ni hay hombre tan venturoso
que no tenga un envidiado.
MANUEL AMOR MEIL?N.
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