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DEFENSA EN SEGUNDA INSTANCIA
AUDlENCIA DEL 4 DE MARZO DE 1881 |
Empezó dicha audiencia á la una y cuarto de
la tarde (1).
Dada cuenta por el relator del apuntamiento relativo á
esta causa, dijo.
El Sr. Presidente del Tribubal: El defensor
del procesado tiene la palabra.
El Sr. Puga y Blanco: (D. Luciano): En defensa de D. Manuel Curros Enriquez, sostengo
la pretensión de que la Sala, revocando la sentencia consultada, por la que se condena á
mi cliente á la pena de dos años, cuatro meses y un dia de prision correccional,
multa de 250 pesetas, accesorias y costas, ha de servirse, por el nuevo
fallo que dicte, de conformidad con lo propuesto por el señor fiscal de S. M.,
declarar que en las composiciones poéticas que han motivado este
__________
(1) Esta defensa está perfectamente ajustada á las notas
taquigráficas tomadas en el acto.
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procedimiento
no se ha cometido delito alguno, y señaladamente el definido en el numero
3.º, artículo 240 del Código penal, y, en su consecuencia absolver
libremente al expresado D. Manuel Curros Enriquez, con pronunciamientos favorables
y costas de oficio, ordenando á la vez que se devuelvan al editor D. Antonio Otero los
ejemplares secuestrados; pues así es de hacer en méritos de la más
estricta y rigurosa justicia.
No he de ser yo quien pretenda en la ocasión presente hacer
esfuerzos de ingenio para llevar al ánimo de la Sala el convencimiento de
la improcedencia del fallo consultado por el señor juez de primera
instancia de Orense: afortunadamente para Curros Enriquez, y afortunadamente
para mí que le defiendo, y que le defiendo, no sólo por cumplir con los deberes que corresponden
al
letrado, sino por experimentar la nobilísima satisfacción de
contribuir, en la medida de mis
escasas fuerzas, al triunfo de una causa justa, y además de justa, honrosa;
afortunadamente para
ambos, este proceso, por lo mismo que de proceso no tiene más que el nombre,
en cuanto á Curros Enriquez se refiere, ha sido ya resuelto con veredicto
absolutorio por la conciencia pública: refiérome á la conciencia ilustrada de los hombres de bien.
Por lo demás, sabe demasiado la Sala que yo no
soy bastante audaz; sabe demasiado la Sala que yo no soy bastantemente irrespetuoso
para venir aquí, precisamenre aquí, dentro del santuario en que se hace
recta aplicación de las leyes, á invocar la conciencia pública, no ya como
un medio de imposición, pero ni siquiera como un medio de recomendación
en favor del procesado. ¡Líbreme el cielo de incurrir en tan grotesca
extravagancia!
Llamemos en buen hora á la pública opinión
soberana del mundo; pero seamos justos, convengamos en que es una soberana
que tiene también sus tiranías, y sus veleidades, y sus capri-
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chosos
apasionamientos; y convengamos en algo más importante: convengamos en
que cuando lo que se discute no es la fama, sino que es la honra ó la vida,
la libertad ó la fortuna de los ciudadanos, no hay soberanía que raye á
tanta altura como la que se apoya en la independencia de los tribunales
de justicia.
Será que yo siento, cuando esta toga cubre mis hombros,
cierta supersticiosa veneración hacia el poder judicial, en grado mas intenso
que la que me inspiran, aun respetándolos mucho, los más altos poderes del
Estado.
Si éste, bueno ó malo, es mi criterio y á el he
acomodado mi conducta en cuantas ocasiones he tenido la honra de dirigir
la palabra al Tribunal, dicho se está que no es, que no puede ser
sospechosa en modo alguno, la intención con que yo haya invocado aquí
el sentimiento público; puesto que he querido consignar con toda sencillez
el hecho de qué aquel se halla tan extraordinariamente sorprendido con la
formación de este procedimiento, como profundamente alarmado con la sentencia que le puso
término en primera instancia; sorpresa que se explica por los antecedentes
mismos que informan el proceso, y alarma que se justifica por la índole
del hecho que aparece como justificable ante los timoratos ojos del
señor juez de primera instancia de Orense.
Ciertamente que la persecución iniciada y con tan remarcable tenacidad sostenida contra
Curros Enriquez, entraña un verdadero escándalo jurídico, permítame
la Sala que lo diga sin ofensa para nadie, y ciertamente que es el
inferior quien se destaca en estos autos como responsable en primer término
de semejante escándalo, no sé si por un error de su entendimiento, si por
una deplorable condescendencia de su voluntad, ó si por ambas cosas á
la vez. Sin duda, que el juez sentenciador ha querido rendir un homenaje
de respetuosa consideración en aras de la des-
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graciada iniciativa que ha
tomado en este asunto el señor obispo de Orense, y es de sentir; que la sumisión incondicional
de los poderes públicos del Estado al poder eclesiástico tuvo su
época, y no se han escrito en España las Ieyes que rigen los destinos de la
sociedad civil para ponerlas al servicio de los intereses del ultramontanismo.
Estoy muy lejos de pretender inferir Ia más leve
ofensa, no ya con la palabra, pero ni siquiera con la intención, al
reverendo e ilustre prelado denunciador del supuesto delito que en estos
autos se persigue.
No es el señor obispo de Orense un obispo
vulgar: elevado por las relevantes cualidades de su carácter y de su
entendimiento á aqueIIa Sede episcopal, en la que está prestando
grandísimos
servicios á la causa del catoIicismo, eminentemente virtuoso y profundamente
sábio, ha logrado captarse, al propio tiempo que la admiración de sus
subordinados jerárquicos, las simpatías de los fieles á quienes enseña y
dirige con el ejemplo personal de la más estricta observancia de Ios preceptos, y
aún de los consejos evangélicos.
Respetarle es un deber ineludible en todos, en
los que somos católicos y en los que no son católicos; ofenderle, sería
indigno de mí.
Pero, puesto que la piedad tiene también sus
extravíos, seame permitido lamentar, seame permitido sentir que el
venerable prelado, comenzando por ofuscarse en cuanto á Ia intención con
que el poeta ha escrito los versos que fueron objeto de denuncia, é inspirándose además
en un sentimiento de triste desconfianza respecto á la eficacia
de las censuras eclesiásticas; seame permitido lamentar que el venerable prelado
haya abandonado su propio terreno; séame permitido sentir que el venerable prelado se haya
salido de su propio terreno para venir á buscar en el procedimiento común y en el
Código penal, lo
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que el procedimiento común y el Código penal no pueden
darle; que si una experiencia de cerca de diez y nueve siglos nos demuestra que
el catolicismo vive y prospera por su propia bondad, no á expensas de ningún
género de persecuciones, siquiera el ánimo se aflija al contemplar las que
en su nombre se han llevado á cabo, y que la historia registra para eterno baldón de la
memoria de los
perseguidores, fanáticos los menos, malvados é hipócritas los más; en
los tiempos que alcanzamos, en que la libertad del pensamiento y la dignidad de la
conciencia se consideran tan necesarias para la vida del alma como el aire para la
vida del cuerpo; insensato sería quien pretendiese cubrir con fúnebre
crespón la hermosa bandera que lleva escrito en todos los idiomas cultos
el lema de la tolerancia, y que, para honra del siglo en que vivimos,
ondea triunfante y vencedora en el mundo de las inteligencias.
Bien pueden mis lábios pronunciar estas
palabras, sin que ellas me denuncien á los ojos de nadie como sospechoso de
apostasía.
He pensado siempre lo mismo: siempre he pensado que no se
consagran; siempre he
pensado que no pueden consagrarse como buenas las funestas crueldades que deben su orígen á la
intolerancia religiosa, ni áun invocando en favor suyo, y para disculparlas,
la salvación misma de la fe; que la fe no debe ni ha debido jamás su
salvación al exterminio de los hombres, ni se ha regocijado con los
ayes lastimeros de las víctimas, ni ha resplandecido con las llamas de
las hogueras, constantemente encendidas por el Santo Oficio, ni ha necesitado
para arraigar en las almas y para perseverar en las conciencias de otra
sangre que de la derramada en el Gólgota por el Hijo de Dios.
Sí el señor obispo de Orense, que, sin embargo
de su notoria sabiduría, está sujeto al error, como están sujetos al error
todos los hombres, áun los
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más sábios, de la misma manera que todos los
hombres, áun los más santos, están sujetos al pecado; si el señor obispo
de Orense, que tanto respeto me inspira, hubiese podido medir con su
inteligente mirada toda la gravedad; si hubiese podido medir con su inteligente mirada toda
la trascendencia que entraña el hecho deplorable de su poco afortunada
intervención inicial en la presente causa, yo no se si será ilusión
mia, pero paréceme que Curros Enriquez, merecedor del renombre que es
debido á los grandes talentos, no habría tenido que sufrir los rigores y las
vejaciones que son el obligado cortejo de los procedimientos de esta índole;
y seguramente que la causa de la
justicia no habría tenido que pasar por la vergüenza de una humillación
bochornosa, siquiera sea susceptible del remedio que yo espero, siquiera
sea susceptible del remedio que todos esperamos de la ilustrada rectitud
del Tribunal al que tengo el honor de dírigir en este momento la
palabra.
Tiene la Iglesia cristiana, por su propia naturaleza de
sociedad perfecta, un poder jurisdiccional para su dirección y gobierno,
que nadie le niega, refiérome á los países católicos;
una autoridad soberana en materias de fe, de costumbres y de disciplina que
nadie le disputa, y toda
cuanta independencia es necesaria, no solamente para exhortar como madre
piadosa al cumplimiento de los deberes religiosos, sino también para corregir
con saludables penitencias á los infractores de las leyes, así divinas
como eclesiásticas, y hasta para castigar con severas censuras, y hasta
para castigar con censuras de diversa indole, á los contumaces en
quienes ninguna benéfica influencia ejercen los medios exhortatorios y
persuasivos, tan recomendados, en
primer término, por una religión en la cual «el arrepentimiento vale tanto
como la inocencia misma.»
No impiden; no pueden, no deben impedir las
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leyes civiles, en los países católicos, el libre ejercicio de aquel poder
jurisdiccional, el libre ejercicio de aquella autoridad suprema, tanto más
digno de respeto, cuanto más alta es la misión de la Iglesia; y bien
convencido estoy de que, sean cualesquiera las relaciones que esta
mantenga con los poderes públicos del Estado, la sumisión de los fieles á sus
preceptos y á sus consejos, á sus amonestaciones y á sus censuras, es un
deber rudimentario de cuyo cumplimiento nadie que de católico se precie
puede excusarse en modo alguno.
Pero sí dentro de este terreno es
incontrastable la autoridad de los prelados católicos, permítame la
Sala decir, y lo digo salvando todos los respetos que son debidos a las
relevantes virtudes del señor obispo de Orense, permítame la Sala
decir que, fuera de este terreno, que, fuera del terreno de la
enseñanza y de la persuasión, de la amonestación y de la censura,
toda iniciativa encaminada á solicitar los rigores de la ley penal en
el orden común, prestándose de lleno á ser controvertida, cuando
menos por su mayor ó menor oportunidad, cuando menos por su mayor ó
menor acierto, no se acomoda al espíritu de benevolencia que resalta en
los actos todos de la inmensa mayoría de los obispos españoles,
pudiendo citarse, á este propósito, ejemplos recientes del inmortal
García Cuesta, y de su sabio y virtuosísimo sucesor el actual
arzobispo de Compostela, que es una de la glorias más legítimas del
episcopado en todo el mundo católico; ni parece responder á aquellas
profundas palabras de San Agustin, que encierran todo un sistema: el
más levantado y el más eficaz de todos los sistemas que pueden
aplicarse para remediar los errores de los hombres:
«Por grande que sea el mal que se quiera
impedir y el bien que se quiera hacer, es más inconveniente que útil
obligar á los hombres por la fuerza, en vez de convencerlos por la
enseñanza».
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¿Es que Curros Enriquez ha pecado? Es que
Curros Enriquez en sus composiciones poéticas ha ofendido la integridad
y la pureza de la doctrina declarada y establecida como tal por la
Iglesia católica? ¿Es que Curros Enriquez en sus composiciones
poéticas se ha hecho merecedor de las censuras eclesiásticas que deben
imponerse á todo escritor heterodoxo, ó que deben imponerse á todo
escritor irrespetuoso con los dogmas ó con las ceremonias del
catolicismo? Pues para examinar este problema, pues para estudiar y
resolver este problema, no hay más autoridad que la autoridad de la
Iglesia.
Pero ¿es que Curros Enriquez ha delinquido;
pero ¿es que Curros Enriquez, en sus composiciones poeticas, ha
cometido algun hecho justiciable, y es que se ha colocado, á la manera
que todo delincuente, bajo las duras é inflexibles prescripciones del
Código penal? Pues para examinar este problema; pues para estudiar y
para resolver este problema, no hay más autoridad que la autoridad de
los tribunales de justicia.
Quiero decir con esto que aquí se da el caso
notable de que Curros Enriquez es inocente; quiero decir con esto que
aquí se da el caso curioso de que Curros Enriquez aparece siendo
inocente después, mucho después de la publicación del volumen en que
se contienen las poesías denunciadas, y que, si se halla comprendido
dentro de las prescripciones del Código penal, eso solamente ocurre
cuando el señor obispo de Orense acude á la autoridad del gobernador
de la provincia.
¿Qué significa sino el permiso concedido por
el gobernador civil de la provincia para la circulación del volumen en
que se contienen las poesías denunciadas?Sellado está el
ejemplar que obra en los autos con el sello del gobierno civil.¿Qué
significa sino el silencio observado por el ministerio público en
presencia de la publicación de ese volumen que, por la especialidad de
su mérito sobresaliente, ha revestido el carácter
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de un verdadero
acontecimiento literario en toda Galicia, y señaladamente en la
provincia de Orense? ¿Qué significa sino la actitud pasiva en que se
encierra el juez de primera instancia ante el hecho notorio de la
publicación de un libro que tiene el privilegio de hacerse popular
desde los primeros momentos en que ve la luz pública, siendo de notar
la circunstancia importantísima de que precisamente se imprime en la
cabeza del partido en que ese juez ejerce su jurisdicción?
¿Será que los gobernadores civiles están
autorizados para prestar su consentimiento y dar su salvo-conducto á
los delitos que se cometen contra el libre ejercicio de los cultos?
¿Será que los promotores fiscales no tienen el deber de denunciar ante
los tribunales de justicia todos aquellos hechos que sean justiciables,
en conformidad á las prescripciones del Código penal? ¿Será que los
jueces de primera instancia no están obligados á proceder de oficio,
cuando á su conocimiento llega la perpetración de cualquier delito de
los que como públicos están definidos en la ley?
¿O es que el tal delito no existe para el
gobernador de la provincia, ni para el promotor fiscal, ni para el juez
de primera instancia, sino cuando como tal es denunciado por la
autoridad eclesiástica? ¿O es que una insinuación de la autoridad
eclesiástica tiene la virtud de convertir en delitos los hechos que
aparecen como inofensivos á los ojos del legislador, y tiene la virtud
de convertir en delincuentes los hombres que aparecen como honrados á
los ojos de la sociedad?
¡No parece sino que los hombres que descuellan
entre la mayor parte de sus semejantes por su relativa superioridad; no
parece sino que los hombres á quienes el cielo ha concedido el
inapreciable privilegio de una inteligencia que se sale fuera del común
nivel de las inteligencias humanas; no parece sino que los hombres que
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brillan en el mundo como astros luminosos y que esparcen por doquiera la
luz vivísima del genio, están fatalmente predestinados á la
persecución y al sufrimiento!
Procesar á Curros Enriquez, yo no he de decir
que haya sido una torpe demostración de debilidad vergonzosa; es de
lamentar, sin embargo, que pudiera parecerlo así: condenarle sería, no
diré la mayor y más inaudita de todas las iniquidades; pero sí diré
el mayor y más inaudito de todos los errores en que pudieran incurrir
los tribunales de justicia; error que no puede esperarse de la ilustrada
rectitud de la Sala, á cuya deliberación está sometida la suerte de
mi patrocinado.
Si á Curros Enriquez no le salvara su
intención recta y honrada; si á Curros Enriquez no le salvaran sus
sentimientos eminentemente religiosos; si no le salvara su inocencia
misma, salvaríanle los preceptos terminantes del Código penal, y
salvaríale, en último término, el número 3.º del art. 868 de la
Compilación de las disposiciones vigentes sobre el Enjuiciamiento
criminal.
Protegen las leyes del país el libre ejercicio
de los cultos, y muy especialmente el libre ejercicio del culto
católico; y para que esa protección no sea ilusoria, y para que esa
protección se halle convenientemente asegurada, y para que esa
protección se halle efizcamente garantida, castiga el Código con penas
más ó menos duras, castiga el Código con penas más ó menos severas,
al que escarneciere públicamente algunos de los dogmas ó de las
ceremonias de cualquier religión que tenga prosélitos en España.
Es menester, por lo tanto, para que el delito
exista, que haya escarnio público, y que ese escarnio público tenga
por objeto, no alguna creencia piadosa, sino algun dogma ó alguna
ceremonia de cualquier religión que tenga pro-
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sélitos en España. Es
textual: asi terminantemente lo dice el número 3.º del art. 240 del
Código penal vigente, precepto á que el señor juez de primera
instancia de Orense ha tenido necesidad de dar verdadero tormento para
poder presentarlo en su sentencia como aplicable al caso de autos.
Escarnecer un dogma, es burlarse de él.
Escarnecer un dogma, es entregarlo irrespetuosamente, es entregarlo
desvergonzadamente al públio ludibrio.
Escarnecer un dogma, es menospreciarlo con la
irrisión, es profanarlo con el insulto.
Pero no perdamos de vista que el primer
elemento del escarnio es la incredulidad, y no perdamos de vista que el
segundo elemento del escarnio es la imprudencia.
El incrédulo podrá escarnecer, y de hecho
escarnece, si, traspasando los límites de la incredulidad, llega en su
petulante arrogancia á herir no con las armas de la discusión
templada, sino con los venenosos dardos del ridículo, lo que hay de
más puro y de más sagrado para el hombre de fé, el dogma, ó bien la
ceremonia consagrada al culto de la religión que profesa.
El creyente no escarnece jamás aquello que es
objeto de su especial creencia, y bien puede sostenerse esta tesis como
axiomática, puesto que, así como hay leyes inmutables que rigen los
destinos de la naturaleza en el orden físico, hay leyes igualmente
inmutables que rigen los destinos del hombre en el orden moral.
No causamos mortificación voluntaria en lo que
es objeto de nuestro cariño, de la misma manera que no acariciamos lo
que es objeto de nuestro odio.
La estadística universal de todos los
crímenes del mundo es bien seguro que no habrá de ofrecernos el solo
caso de un padre asesinando á su hijo en nombre del cariño paternal, y
es bien seguro que no habrá de ofrecernos el solo ejemplo de un hijo
asesinando á su padre en nombre de la
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piedad filial. El rencor, la
codicia, los celos, la ira, la venganza, alguna mala pasión, en fin,
habrá sido la causa determinante del parricidio: el amor jamás.
Pues quien crea en el misterio de la
Encarnación, es bien seguro que no ha de tener la infeliz ocurrencia
que tuvo Suñer y Capdevila de pretender demostrar con textos de la
Sagrada Escritura, ni sin textos de la Sagrada Escritura, que Jesucristo
no fué el único hijo de María.
Pues quien crea en el misterio que encierra el
santo sacrificio de la Misa, es bien seguro que no ha de arrojar al
suelo con deliberación las sagradas Formas de la Eucaristía. No puede
ser, no, porque no ha sido nunca, y porque no será jamás. Las
creencias, así como los afectos, se rigen también por sus leyes.
Creer en un dogma y simultáneamente
escarnecerlo, es un imposible; es, en el orden moral de las acciones
humanas, lo equivalente al principio de contradicción en el orden
filosófico; es ser y no ser al mismo tiempo.
Y bien: quien haya leido una sola vez las
bellísimas composiciones de Curros Enriquez, y singularmente aquella
que más ha exaltado, y singularmente aquella que más ha conmovido los
piadosos sentimientos del señor juez de primera instancia de Orense,
tendrá que confesar, si no se obstina en cerrar los ojos á la
evidencia misma, que el distinguido poeta acepta y reconoce como una
verdad positiva é innegable, tendrá que confesar que el distinguido
poeta acepta y reconoce como un principio seguro e incontrovertible la
existencia de Dios; la existencia de Dios, que no es ciertamente dogma
exclusivo de la religión católica, sino que es la base, por decirlo
así, de donde arrancan los dogmas todos de todas las religiones
monoteistas.
Como que Curros Enríquez, ateo, no podría ser
lo que es; como que Curros Enriquez, ateo, no podría ser un gran poeta;
que no es el ateismo
[p. 213]
uente [sic]
de inspiración ni manantial purísimo de
donde puedan brotar hermosas concepciones ni pensamientos sublimes; que
es el ateismo, al propio tiempo que la negación de Dios, la negación
de todo lo grande y de todo lo bello, la negación de todo lo que es por
sí mismo bastante poderoso para elevar el entendimiento y el corazón
del hombre sobre las crueles decepciones y sobre las profundas tristezas
que se experimentan en el oscuro y difícil camino de la vida; que es el
ateísmo el sepulcro del alma, y de los sepulcros no surge más que
lúgubre silencio, y de los sepulcros no podemos aspirar dulces aromas,
sino las negras y frías emanaciones de la muerte.
Al condenar á Curros Enriquez en la sentencia
de autos se le ofende, y no se ofende solamente á Curros Enriquez: se
ofende también á la razón y al buen sentido.
¡Qué ha escarnecido el dogma de la existencia
de Dios; qué ha hecho uso de frases y de conceptos que inducen á la
mofa y al desprecio de la Divinidad! Suerte poco envidiable habrían de
correr Joân Timoneda, Valdivieso, Lope de Vega, Calderón de la Barca y
otros muchos ilustres poetas, si hubiesen tenido la desgracia de ser
sometidos á un procedimiento criminal, cuya instrucción y fallo se
cometiesen á un juez del criterio del señor juez de primera instancia
de Orense.
Aquellos poetas, que son gloria y ornamento de
la literatura española; aquellos poetas que han brillado tanto por su
genio como por su ardiente amor á la causa del catolicismo, tendrían
que ir á los presidios á confundirse entre los ladrones y los
estafadores, entre los incendiarios y los salteadores de caminos; dado
que lograsen sustraerse á los martirios del tormento y tal vez á los
horrores de algun auto de fé, si sus famosas obras sacro-dramáticas se
hubiesen juzgado con el peregrino criterio con que se juzgan las
notables composiciones del distinguido autor de Aires d'a miña terra.
[p. 214]
En un Auto Sacramental de Joân
Timoneda, titulado Los desposorios de Cristo, figuran en escena,
entre otros personajes, Dios Padre, Jesucristo, la Naturaleza humana,
Adan y la Vida contemplativa. Puesta la mesa para el banquete con que
van á celebrarse las bodas de Cristo con la Naturaleza, Dios Padre, que
desempeña el papel de rey, dispone la colocación respectiva de los
asistentes, hablando en estos términos:
Siéntense de esta manera:
Vos, mi Hijo Soberano,
En medio, á la cabecera;
La esposa al lado en frontera.
Vos, Adan, á estotra mano.
La Vida contemplativa
Servirá los desposados
Y á la esposa de bebida. |
¡Dios Padre
saliendo á la escena y hablando en este lenguaje, y retirándose entre
bastidores, y ofreciéndose á la multitud bajo la figura de un
comediante vulgar! Cuánta irreverencia y cuánto escarnio!
Y sin embargo, no hay irreverencia ni hay
escarnio en unos Autos Sacramentales, á propósito de los que
decía en su tiempo el Consejo de Castilla que se representaban en
presencia de S.M., sin escandalizar ni turbar la piedad más
escrupulosa.
En otro Auto, consagrado, como casi
todos ellos, á celebrar la fiesta del Santísimo Sacramento, entra en
escena el Celo y anuncia que en la plaza da la Bienaventurada Virgen se
vende vino nuevo del Heredero del reino del Cielo á tres maravedís, Fé, Esperanza y Caridad.
En un Auto Natalicio, representado en
Zaragoza el año de 1487 en obsequio á los Reyes Católicos, cuyos
gastos fueron costeados por el arzobispo y el cabildo de la diócesis,
además de la Sacra Familia, representada por «marido, mujer y fijo,
porque el misterio fuese más devotamen-
[p. 215]
te,» interviene en la obra y
preséntase en escena, como uno de los principales personajes, el Padre
Eterno con guantes.
¡Qué más! En otro Auto Sacramental y
ceso en este género de citas, porque no quiero hacerme pesado,
están en escena, y sobre esto llamo muy especialmente la atención de
la Sala, están en escena la Fragilidad, la Desobediencia y la Justicia
Divina: la Fragilidad y la Desobediencia gimen, y la Justicia Divina
exclama:
Que me maten,
si el gemido
No es de aquellos traidores
Falsos prevaricadores... etc. |
¡Que me
maten! especie de juramento puesto en boca de la Justicia Divina,
equivalente, sin duda, al estribillo Q'o demo me leve, que Curros
Enriquez pone en boca de Dios, sin que aquella frase ni esta puedan
tomarse en su significación literal, puesto que es tan monstruoso
pensar en que á Dios pueda llevarlo el diablo, como es monstruoso
pensar en que la Justicia Divina pueda morir.
¿Qué pretende el poeta que escribe el Auto,
títulado el Triunfo del Sacramento, auto tan celebrado como
todos los de su género por las personas piadosas; qué pretende al
poner en boca de Dios aquella frase, que si hubiese de entenderse de una
manera gramatical entrañaría un notorio escarnio respecto á los
atributos de la Divinidad? Pues pretende dar energía á un pensamiento;
y como quiera que la Justicia Divina aparece representada en la escena
bajo la forma de una figura humana, es visto que la Justicia Divina se
manifiesta haciendo uso del lenguaje de que hacen uso los hombres para
expresar sus pensamientos.
¿Y habrá de decirse que Curros Enriquez es un
impío, y habrá de decirse que Curros Enriquez hace irrisión de la
Divinidad, miéntras pueda sostenerse, como se sostiene aún en los
tiempos modernos, que los Autos Sacramentales, á pesar de sus
toscas alegorías y de sus extravagantes de-
[p. 216]
formidades, han cumplido en
nuestro teatro la misión civilizadora de poner al alcance común las
verdades más sublimes de la religión católica?
¡Conque Curros Enriquez es un impío por
poner en boca de Dios una frase que en el dilecto gallego está
revestida de la mayor ingenuidad y de la mayor sencillez, como que de
ella hacen uso las personas más piadosas y más devotas; conque Curros
Enriquez es un impío por poner en boca de Dios una frase tanto más
inocente y tanto más inofensiva, cuanto que es, además de
antonomástica, puramente automática; conque Curros Enriquez es un
impío, sin embargo de que en todos y cada uno de los versos de la
poesía á que aludimos se descubre una intención altamente moral, una
intención eminentemente cristiana; y Joân Timoneda, y Lope de Vega, y
Maestro Josef de Valdivieso, y Fray Gabriel Tellez, y Calderón de la
Barca son unos santos, y unos esforzados campeones del catolicismo,
presentando en los escenarios de los teatros al Padre Eterno sentado á
una mesa, hablando como se puede hablar en una fonda; comparando á la
Fé, la Esperanza y la Caridad con la más despreciable de las monedas
entónces conocidas, y la Justicia Divina pronunciando las palabras que
me maten, que ya quedan apuntadas, y que tan impropias son para
atribuirlas á la Divinidad!
No daría pruebas de recto juicio, ni siquiera
de un mediano conocimiento de nuestra historia y de nuestra literatura,
quien pretendiese fulminar censuras de esta índole sobre los Autos
Sacramentales, cuando tan grandes beneficios produjeron en el órden
religioso, y cuando tan grande renombre conquistaron para sus autores
aún en el mismo órden literario.
Pero es que Curros Enriquez tiene en su favor,
sobre todas, una circunstancia importantísima, una circunstancia tan
importante como decisiva en el presente caso, y sobre la cual me permito
llamar la ilustrada consideración del Tribunal.
[p. 217]
Curros Enriquez no
escribe sus versos en el idioma nacional: Curros Enriquez escribe sus
versos en el dialecto del país, y el dialecto del país, á diferencia
del idioma nacional, es escaso en modismos, es pobre en conceptos, no
tiene abundancia de palabras ni riqueza de frases, para que el escritor,
y menos el poeta, puede eligir unas con preferencia á otras.
La pureza y la integridad del dialecto mismo
exigen el empleo de los modismos y de los estribillos de uso común, si
es que ha de darse á la composición poética, siempre que esa
composición sea del género de la que estamos examinando, la gracia
peculiar del país, que tanto la embellece, el sabor local, que tanto la
caracteriza.
Una composición poética escrita en el
dialecto gallego y salpicada de frases rebuscadas en el idioma nacional,
haríanos el mismo efecto, permítaseme la comparación, el
mismo efecto que una gallarda moza de nuestras montañas, vestida con el
tradicional mantelo, la negra chaquetilla de mangas apretadas y el
insinuante dengue encarnado, llevando al propio tiempo sobre la cabeza,
en vez de la blanca y graciosa cofia, el elegante sombrero ó el
finísimo velo de que suelen hacer uso las damas distinguidas de nuestra
sociedad.
El dialecto gallego está muy lejos de ocupar
un lugar elevado en las jerarquías del lenguaje. Yo no sé si estaré
exacto al decir que no debe su existencia, su desarrollo ni su
conservación á monumentos literarios; así como me parece que no ha
progresado en ningún tiempo bajo la influencia de trabajos gramaticales
ó lexiológicos más o ménos importantes. Relegado á la proscripción
por los centros, que se dicen ilustrados, y casi exclusivamente
consagrado á la satisfacción de las limitadísimas necesidades de
nuestras clases agrícolas, parece renacer hoy al impulso de las famosas
églogas de Pintos, de los tiernísimos cantos de Alberto Camino, de
Eduar-
[p. 218]
do Pondal y de Lamas Carvajal, de los intencionados epigramas de
Añón, de las inimitables concepciones de Rosalía Castro de Murguía,
la simpática y elegante poetisa que ha sabido encerrar dentro de sus Cantares
Gallegos y de sus Follas novas todas las esperanzas y todos
los desalientos, todos los consuelos y todos los dolores, todas las
alegrías y todas las tristezas de este país sin ventura, y parece
renacer hoy, por fin, al impulso de la portentosa inspiración de Curros
Enriquez, cuyas composiciones no pueden leerse sin que impresionen
profundamente el ánimo y sin que despierten hácia su popular autor,
más popular que afortunado, un doble sentimiento de admiración y
simpatía.
Tiene el dialecto del país, sea cualquiera el
concepto que nos merezca, su fisonomía propia, sus rasgos peculiares y
exclusivos, sus modismos y sus estribillos inadecuables á los demás
dialectos, y más inadecuables todavía á la lengua castellana:
traducirlos, es desnaturalizarlos; traducirlos, es hacerles perder su
colorido y su intención; traducirlos, es despojarlos de la malicia ó
de la sencillez que encierran.
Si aún dentro de los idiomas mismos que tienen
una elevación análoga y puedo referirme, por ejemplo, al idioma
francés con relación al español las traducciones literales que
se hacen del verso á la prosa no pueden mantener íntegro el sentido
que el autor se ha propuesto dar á la obra, y esta resulta pálida y
contrahecha, enclenque y desfigurada; si tenemos presente la marcada
inferioridad que nos ofrece el dialecto del país con relación al
idioma nacional, es visto que toda traducción literal del verso gallego
á la prosa castellana habrá de resintirse forzosamente, no ya de falta
de colorido, sinó de falta de exactitud en el pensamiento que hubiese
querido desarrollar el autor; como que hay frases que si materialmente
pueden traducirse, porque son traducibles las palabras de que se
componen,
[p. 219]
traducirlas equivale, no obstante, á hacerlas perder su
debilidad ó su fuerza, su inercia ó su viveza, su inocencia ó su
malicia, su peculiaridad, su intención; en fin, traducirlas es
aniquilarlas. No encuentro frase más apropiada al caso: traducirlas es
aniquilarlas.
La frase Q'o demo me leve, traducida al
castellano y puesta en boca de Dios, entraña una grave irreverencia; y
eso consiste en que las personas que cultivan el idioma nacional y que
hacen uso de él para expresar sus pensamientos, rechazan esa frase por
inculta. Que el demonio me lleve, nadie lo dice predicando,
haciendo un discurso parlamentario, ó un informe forense; es más:
nadie lo dice en un círculo social compuesto de personas medianamente
distinguidas. Poeta ramplón y menos que poeta ramplón, coplero de baja
estofa sería, por consiguiente, el que, pretendiendo hacer una
composición poética en el idioma nacional, y presentando á Dios como
sujeto y á la moralidad como objeto, pusiera en boca de Dios aquella
frase que es, además de irreverente puesta en boca de Dios, grotesca
bajo el aspecto puramente literario.
Pero en el dialecto gallego la frase no es
irreverente ni es grotesca; es de uso común, es inofensiva y oportuna;
de uso común, porque la emplean los ilustrados y los ignorantes;
inofensiva, por lo puramente rutinaria y automática; y oportuna, porque
no puede ser sustituida ventajosamente, ni hay siquiera para ella
equivalente en el hueco en que se la coloca.
Recuerdo á este propósito unos versos de
carácter profundamente religioso, y que, por consiguiente, se han
publicado y circularon sin escándalo de nadie, ni aun de las personas
más piadosas. El poeta que los suscribe bajo las iniciales G. M., traza
un cuadro lleno de animación y de vida, presentándonos á un pecador
que no quiso enmedarse ni arrepentirse, porque estaba dominado por la
incredulidad, y fiado en último
[p. 220]
término en que había conocido y
tratara en este mundo á San Pedro, á quien tuviera ocasión de hacer
algún pequeño servicio. El pecador se llama Juan; entregado durante su
vida á todos los desórdenes y á todos los desenfrenos de las más
vergonzosas y repugnantes pasiones, muere, como dije antes, sin dar
señales de arrepentimiento. Llega á las puertas del cielo y llama con
cierta cándida familiaridad; San Pedro lo reconoce y lo rechaza; exige,
porfía, suplica, últimamente invoca su amistad en vida con el Santo, y
tiene la peregrina ocurrencia de proponer á este que le deje entrar en
el cielo subrepticiamente, prometiéndole que se meterá en el más
oscuro y apartado rincón del Paraíso, sin que Dios de ello se
aperciba. Ya cansado San Pedro de tan impertinente é inútil
insistencia, exclama:
¡Miren
á canto s'atreve!
Vaite, Xan, non lle dés vortas,
Vaite, qu'eu non ch'abro as portas,
Inda q'o demo me leve... |
Que en
castellano quiere decir:
¡Miren
á cuánto se atreve!
Vete, Juan, no le des vueltas,
Vete, no te abro las puertas,
Así el demonio me lleve. |
La frase es
dura; la frase ofende al oido, dicha en castellano; mas si nos figuramos
á San Pedro hablando en el dialecto gallego, la frase es tan ingénua y
tan sencilla, que el Santo puede aparecer pronunciándola, sin que el
poeta y los que lean la composición suya, tengan por ello necesidad de
tomar agua bendita.
¿Qué alcance puede tener, pues, esa misma
frase Q'o demo me leve, puesta en boca de Dios, si
[p. 221]
el sentido de
los versos en que de ella se hace uso no es inmoral ni es anticristiano?
Convengamos en que aquí se persigue un
verdadero fantasma; y convengamos en que es puramente imaginario el
cargo que se dirige á Curros Enriquez por haber puesto en boca de Dios
una frase que, escrita en el dialecto del país, está muy lejos de
inducir al desprecio de la Divinidad.
En todo caso seríamos más justos afirmando, y
esto es importantísimo, que el mal consiste en que se nos represente á
Dios bajo la imagen de una figura humana, como se le representa en los
altares, desde los primeros siglos de la Iglesia, y como se lo
representa el vulgo, que tiene de Dios un concepto meramente plástico.
Sin ir más lejos, en la catedral de Santiago,
Dios aparece representado bajo la figura de un viejo sentado en un gran
sillón y presidiendo la Corte celestial.
Pues si á Dios se le representa á nuestros
ojos bajo la figura de un viejo, y en ello no se falta en nada á las
exigencias del culto católico, esa representación misma viene á
constituir la premisa, por decirlo así, de la cual el poeta va
deduciendo sus naturales consecuencias.
¿Viejo? Pues la vejez suele tener achaques.
¿Sale á dar un paseo? Pues se cansa. ¿Hace uso del sentido de la
vista? Pues la luz del sol le ofende. Y porque se cansa, necesita
sentarse; y porque la luz del sol le ofende, necesita hacer uso de gafas
verdes; y Dios, así representado bajo la figura de un viejo, si habla
en el dialecto gallego, tiene que hacer uso de las mismas palabras y de
las mismas frases de que los gallegos hacemos uso para expresar nuestras
ideas; y como los gallegos cuando hablamos en nuestro dialecto, hacemos
uso frecuente de la frase Q'o demo me leve, aun en las
conversaciones más atildadas y más cultas, ponerla en boca de Dios,
cuando nosotros la empleamos rutinariamente, sin darle la significación
que literalmente tiene, cuando nosotros la
[p. 222]
empleamos con candorosa
ingenuidad, no entraña irreverencia, no puede entrañar irreverencia
alguna, y muchísimo menos intención de escarnecer.
¿Será que Dios sea viejo ó mozo para el
concepto de Curros Enriquez; será que Dios ande y se mueva, como andan
y se mueven los mortales, y será que Dios se fatigue, y se canse, y que
necesite reposar, y que necesite hacer uso de gafas verdes, ó de gafas
azules, y que se sorprenda ó que deje de sorprenderse al contemplar las
abominaciones de los hombres?
Precisamente el poeta satiriza el concepto
material que de Dios tiene formado el vulgo de las gentes; y si no
quiere verse clara esta tendencia en la composición de que nos estamos
ocupando, habrá que convenir al menos en que Curros Enriquez hace uso
del lenguaje figurado, que es el lenguaje de la poesía.
Tampoco el sol tiene cabellos de oro; ni es
cierto que la inocente caricia de un niño se parezca á un sonrisa del
cielo, porque el cielo no sonríe nunca; ni es verdad que las fuentes
murmuren; ni es exacto que sean de plata las ondas que forman los rios,
aun cuando se hallen iluminadas por la blanca luz de la luna; ni hay
dientes que sean de perlas; ni labios de carmín, ni ojos que despidan
rayos de fuego; ni el viento tiene alas; ni es de alfombra el verde musgo
con que se hallan tapizados los más hermosos vejetales; ni son
diamantes las gotas de rocío posadas sobre la menuda hierba de los
campos; ni el aroma de las flores habla; ni la pátria tiene corazón;
ni las leyes tienen espíritu; ni hay elocuencia en el silencio; ni las
más tiernas inspiraciones de Bellini son capaces de trasportar nuestra
alma á las regiones del cielo, ni hay montañas cuyas cúspides se
pierdan en la inmensidad del espacio.
Y todo esto se dice, y nada de esto es verdad.
Si á mí no puede en justicia expedírseme
patente de literato, que, dicho sea entre paréntesis,
[p. 223]
harto comprendo
que no la merezco, fuerza es confesar que el señor juez de primera
instancia de Orense se resiente, y no poco, de su escasa afición a los
estudios de esta índole; y fuerza es confesar que el precioso romance Mirand'
ó chau, no estuvo ni pudo estar á su alcance, cuando en él
principalmente hubo de fundarse para dictar contra Curros Enriquez una
sentencia condenatoria.
La Sala me permitirá que lo lea, y que
después de leerlo original, lea también una traducción del mismo
romance al castellano y en verso, que hemos acompañado á nuestro
escrito de defensa, traducción que, aunque pálida y descolorida,
interpreta siquiera fielmente el pensamiento del poeta, mientras que la
traducción literal que obra en autos, y que la Sala ha oído de labios
del relator, por lo mismo que es literal, desnaturalizando el
pensamiento y violentando el sentido que Curros Enriquez ha querido dar
á sus versos, si no es digna de que se la desprecie, ya que no debemos
suponer que con ella se haya querido tender una red infame á nuestro
defendido, es digna, cuando menos, de que se la olvide.
Juzgue ahora la Sala al procesado por la
traducción de estos versos, traducción que, como acomodada, en cuanto
puede estarlo, á la letra del original, si le falta la gracia y la
energía de éste, tiene, en cambio, para nuestro propósito, el mérito
incontestable de redejar con toda fidelidad el pensamiento del autor.
Dice así:
MIRANDO AL SUELO
==========
No hallaba el Eterno
En qué entretenerse;
Y harto de estar solo, |
[p. 224]
Cavilando siempre
En forjar castigos
Que al réprobo enfrenen,
La causa buscando
De la cual depende
Que tan pocos justos
En su gloria entren;
Dejando del cielo
Los vastos verjeles,
De paseo un dia
Salió, según suele.
De sus mil achaques
Para distraerse.
Como es viejecillo,
Y el pobre no tiene
Salud, pues le pesan
Los años crueles,
Cansóse al momento;
Mas quiso la suerte
Que hallase un asiento
Cercano, y, alegre,
Por entre una nube
Sacando la frente,
El átomo tierra
Buscó inútilmente;
Y ¿cuánto apostamos,
Se dijo entre dientes,
A que no la encuentro?
¡Mentira parece!
Por fin debió hallarla,
Si el cuento no miente,
Porque, á poco de esto,
Ceñudo y solemne,
Quedó contemplando
Con ojos que hieren,
Un bulto que el bulto
De un hombre parece.
Mirólo despacio |
[p. 225]
Y vió que era un vientre
Vistiendo las sedas
Más ricas de Oriente.
Sentado en un solio
Que envidian los reyes
Y en clámide envuelto
De cálidas pieles,
Bostezos lanzando
De hartura insolente,
Del globo, su esclavo,
Demanda presentes.
Y si hay algun loco
Que, pobre ó rebelde,
No tenga dinero,
Ó audaz se lo niegue,
El vientre que, mudo,
Hablar sabe á veces,
Ruge desde el trono:
«¡Maldito el hereje!»
Y esto basta y sobra
Para que le quemen.
Tal mónstruo mirando,
Dios dijo entre dientes:
¡Qué horror! Y... ¿tú es
petrus?
¡Mentira parece!
Volviendo á otro lado
Su faz imponente,
Miró levantarse
Rodeado de plebe
Que esperaba al verdugo
Quizá indiferente,
La horca, recuerdo
De bárbaras leyes.
La víctima llega;
¡Tal vez un imbécil!
Tal vez está loco,
Tal vez inocente.
Mejor que matarle
(Que al fin es la muerte
Un lecho do el hombre |
[p. 226]
Descansa por siempre),
Mejor que matarle,
Quizá conviniese
Meterlo en el fondo
De cuatro paredes,
O haciendo que arrastren
Sus piés un grillete,
Mandarle abrir túneles
Y montes estériles,
Diciéndole: «LLora,
Trabaja y padece:
Renuncia á ser libre,
Pues serlo no quieres!»
Mas ¡ay! que es preciso
Que muera el que peque,
Y muere el culpable
Y el crimen... ¡no muere!
Escandalizado,
Dios dijo entre dientes:
¡Y es esto justicia!
¡Mentira parece!
Suspenso y atónito,
No léjos moverse
Miró de labriegos
Un hato indigente.
Exhaustos y faltos
De pan y de albergue,
Parecen cadáveres,
Espectros parecen.
Hozando sin tregua
La capa terrestre,
Cual topos humanos
Que el cieno revuelven,
La pródiga sangre
Perdiendo á torrentes,
Un suelo trabajan
Que aún ellos no tienen...
Trabajan... y el fruto
Que tras doce meses
De lucha, recogen |
[p. 227]
Del predio que atienden,
Entre el señorío
Y entre los lebreles
Del fisco y la curia,
¡Ay! todo lo pierden;
Quedándose al cabe
De tantos reveses
Sin pan sus hijuelos,
Sus campos sin germen.
Y en tanto en la aldea
Todo esto acontece,
«Hay leyes, se dice,
Que al pobre protegen.»
Pues yo no las veo,
Dios dijo entre dientes:
Pues yo no las veo...
¡Mentira parece!
No es esto lo único
Que el mundo le ofrece;
Que á través mirando
De sus gafas verdes,
Vió acostarse pobres
Que se alzan marqueses;
En tales contratos
Entrar tales gentes,
Que al cabo de un año
Ni lecho poseen:
Soldados cobardes
Llegar á ser jefes,
Y morir oscuros
Los más grandes héroes;
Pasar por honrados
Granujas solemnes,
Por santos los pillos,
Por justos los débiles:
Subir á altos puestos
Los que á la horca deben,
Y arrastrar carroza
Quien debe un grillete.
Llegar á ser Cresos |
[p. 228]
Tratantes de aceite,
Y comprar la gloria
Prestando á intereses.
Viendo esto, Dios dijo,
Hablando entre dientes:
¡Estoy asombrado!
¡Mentira parece!
Con asco apartando
Sus ojos celestes,
Aún en otras cosas
Paró Dios sus mientes.
Vió malos gobiernos
Que, falsos y aleves,
A costa del pueblo
Engordan y crecen.
Curas que, feroces
Cual lobos monteses,
El fusil al hombro
Hablan á los fieles;
Ricos que, robando,
Grandezas adquieren.
Médicos de quintas
Que dan por enclenques
(Mediante cuatro onzas,
Cuando no son siete),
Mozos que á la postre
El camino emprenden
Que al servicio lleva,
Cuando no á la muerte:
Hambrientos ancianos,
Desnudas mujeres,
Niños ignorantes
Que entre sombras crecen,
Y, en fin, tantas cosas
Que no deben verse,
Que Dios espantado,
Y cruces haciéndose
Sabida la causa
De que el diablo medre,
Metióse en su gloria |
[p. 229]
Diciendo entre dientes:
¡Parece mentira!
¡Mentira parece! |
No se me oculta
que podrá objetarse por alguien que desconozca las condiciones íntimas
de nuestro dialecto, que la frase ¡mentira parece! no traduce
con la debida exactitud el estribillo final Q'o demo me leve, de
las estrofas del romance que acabo de leer: pero si no traduce la letra
de ese estribillo, traduce su intención y su alcance; y como quiera que
no por la letra, y si por la intención, hemos de juzgar al autor,
cuando pretendemos sujetarlo, no á los juicios de una crítica
literaria más ó menos recta y desapasionada, sino á las
responsabilidades de la ley penal, es visto que aquella objeción carece
de fuerza, y que por su propio peso viene á tierra, como desprovista de
fundamento ó de base en que apoyarse.
Pero hay más: Curros Enriquez no había
soñado en componer sus versos cuando en 1869 se publicó la única Gramática
gallega que los honores de tal merece, obra del modesto e ilustrado
presbítero D. Juan A. Saco y Arce. En esa Gramática, pág. 218, el
respetable presbítero, bajo el epígrafe Modismos notables,
señala, entre otros, el siguiente: D'o demo, que literalmente
traducido al castellano, ya lo sabe la Sala, quiere decir Del Diablo,
y cuya significación en el país es, sin embargo, esta, según Saco y
Arce: ¡Vaya que es ocurrencia! y aún esta otra: ¿qué tiene
de extraño? Aquí está un ejemplar de esta Gramática á la
disposición del Tribunal.
Preguntemos á un aldeano de nuestros campos si
quiere que le aumenten la contribución, eterna pesadilla de los
infelices esclavos del caciquismo rural; preguntémosle si quiere que le
aumenten la contribución ó si desea que declaren soldado á un hijo
suyo, y nos contestará en el acto: ¡Do demo! ó lo que es lo
mismo: ¡Vaya, que es ocurrencia; vaya, que es pregunta!
[p. 230]
Un dato más, deducido de otros versos de
Curros Enriquez, publicados en el mismo volumen, uno de cuyos ejemplares
anda unido á los autos; versos que se titulan A Virxe d'o Cristal,
asunto el más hermoso á que el genio del poeta pudo haberse
consagrado: una maravilla de arte, de belleza, de expresión; una
maravilla de idealismo, de dulzura y de sentimiento. No exagero: será
incompetencia mia, pero paréceme que no se puede escribir nada mejor.
Y en verdad que, al pronunciar mis labios la Virgen
del Cristal, me asalta uno de esos recuerdos vivísimos, uno de esos
recuerdos tenaces y enérgicos que resisten la mano cruel de los años,
y que, más que grabados en la memoria, parecen grabados en el fondo del
alma, como destinados á vivir con nosotros aún despues de la muerte.
Era el año de 1854 (permítame la Sala esta
pequeña digresión); era el año de 1854; el cólera, que á la sazón
causaba estragos en muchas provincias de España, y singularmente en la
de Orense, iba invadiendo uno por uno los pueblos, iba invadiendo una
por una las aldeas de esta hermosísima provincia; pero no se contentaba
con diezmar, sino que arrebataba familias enteras y caseríos enteros, y
nunca como entonces pudo creerse que en aquellas bellísimas comarcas
quedasen insepultos los cadáveres, no por falta de piedad en los vivos,
sino por exceso de crueldad en la implacable peste.
El natural temor que tenía sobrecogidos los
ánimos de las regiones más afortunadas, pronto hubo de trocarse en
formidable espanto: «¡Ya está el cólera entre nosotros!» se dijo, y
la fatal noticia circuló con la rapidez del rayo, imprimiendo, es
cierto, en todos los semblantes las primeras huellas de la muerte, pero
arrancando á la vez de todos los pechos un grito de consoladora
esperanza. «¡A la Virgen del Cristal!» Fué la enseña de salvación
para todos; y los creyentes y los
[p. 231]
incrédulos, y los jóvenes y los
ancianos, y las mujeres y los niños, dejando absolutamente desiertos
los hogares, corrieron presurosos á rodear la ermita y á sacar en
procesión la venerada imagen de la Vírgen.
Todas las madres llevaron á sus pequeños
hijos para que presenciasen aquel tiernísimo espectáculo.
La mia, que era una santa, también me llevó
á mí.
Todavía resuena en mis oidos el universal
clamoreo con que fué recibida la Virgen á su salida de la ermita.
¡Cuánta fe se despierta en esos supremos
momentos!
Arrodillados los unos, descalzos los otros,
todos con las lágrimas en los ojos y con plegarias no interrumpidas en
los labios, invocando la intercesión poderosa de la Madre de Dios, seguímosla por aquellas comarcas, y
acompañámosla de regreso hasta
dejarla nuevamente posesionada de su altar.
No se me oculta que el hecho tiene una
explicación satisfactoria dentro de las leyes de la naturaleza; pero es
lo cierto que al dia siguiente el cólera había desaparecido.
Yo también me cuento en el número de aquellas
gentes sencillas que tienen una fe inquebrantable en la protección de
la Vírgen; yo también me cuento en el número de aquellas gentes
sencillas que esperan de la piedad de la Vírgen el alivio que en la
piedad de los hombres no suelen encontrar los dolores de la vida.
Y lo digo sin temor á las rechiflas de los espíritus
fuertes. Cuando la fé es tolerante con la incredulidad, bien puede
la incredulidad, y no es favor alguno, y no es gracia alguna, bien puede
la incredulidad ser tolerante con la fé.
Pues Curros Enriquez, y pido á la Sala mil
perdones por esta digresión, que casi no he podido evitar; pues Curros
Enriquez recoge las tra-
[p. 232]
diciones que circulan por el país á propósito
de la aparición de la Vírgen á una aldeana de aquellas hermosas
campiñas, y escribe su admirable leyenda, que, como dije antes, es un
portento de inspiración y de ternura.
La Vírgen apareciérase en sueños á la
aldeana, que se llama Rosa, y cumpliendo su promesa, vuelve á
prensentarse á ella, encerrada dentro de un pequeño cristal. Toma Rosa
el cristal entre las manos, y, en un monólogo de inimitable delicadeza
poética, exclama mirando entusiasmada á la Vírgen:
«¡Qué ollos,
qué mirada, qué beizos, qué cabelo,
Qué orellas, qué mantelo, que frent' anacarada
¡Qué diaño de muller!» |
Que traducido al
castellano quiere decir:
«¡Qué ojos,
qué mirada, qué lábios, qué cabello
Qué orejas, qué mantelo, qué frente nacarada!
¡Qué diablo de mujer!» |
¿Qué diablo
de mujer? No: qué embeleso, qué encanto de mujer:
eso es lo que quiere significar Rosa cuando, al mirar entusiasmada á
la Vírgen, exclama: ¡Qué diaño de muller!.
¿Quiere verse cuál es el sentido de esta
composición sin rival? Pues oigamos á Curros Enriquez, dirigiéndose
á sus lectores y haciendo referencia á la Vírgen:
S'escasos de fortuna bicades a sua pranta
Si á vistála vades faltiños de salú,
Secorrerávos logo a milagrosa Santa;
N'o mundo no hay outra que teña máis virtú.»
De tristes agarimo, de probes
esperanza,
D'os namorados guía, sostén d'o labrador, |
[p. 233]
Canto de Dios quixere, tanto de Dios alcanza.
Non hay quen lle non deba consolos e favor. |
He aquí,
vertidos al castellano, estos versos, mala versión, por supuesto,
porque yo no soy poeta:
Si escasos de fortuna besárais su planta,
Si á visitarla vais con falta de salud,
Socorreráos luego la milagrosa Santa;
En el mundo no hay otra que tenga más virtud.
Amparo de los tristes, de pobres
esperanza,
De enamorados guía, sostén del labrador,
Cuanto de Dios quisiere, tanto de Dios alcanza;
No hay quien no le deba consuelos y favor. |
¡Y llamar á
Curros Enriquez impío! Aun cuando él mismo aseverase esa impiedad, yo
no lo creería.
Así divorciada la significación literal de la
significación intencional que corresponde á las frases y á los
modismos que son peculiares de nuestro dialecto, es de sentido común
que cometeríamos una repugnante injusticia juzgando á Curros Enriquez
por la letra del famoso estribillo: Q'o demo me leve.
Y bien: si prescindimos de la letra, ¿qué es
lo que se descubre en el fondo; qué es lo que la investigación más
imparcial y mas desapasionada; qué es lo que la crítica más fría y
más severa puede descubrir en el fondo de estos versos?
Dios aparece pasando revista á las cosas de la
tierra, y son tales y de tal magnitud las abominaciones de los hombres,
tales y de tal índole los vicios que dominan al mundo, y las miserias
que le rodean, y las inmoralidades que por todas partes se advierten,
que la indignación divina parece rebelarse en una especie de protesta
que
[p. 234]
podría sintetizarse así: «No; no es éste el mundo que yo hice;
ni tú eres Pedro, ni ésta es Justicia, ni aquellas son leyes, ni en
los odiosos frutos de las mezquinas pasiones que subyugan el corazón
humano reconozco Yo mi obra predilecta, el hombre: no; no este el mundo
que Yo hice.»
En la defensa escrita de primera instancia, que
es sin duda un admirable trabajo, así en el órden jurídico como en el
órden literario, bien que lleva la firma de uno de los abogados más
ilustres de Galicia, bien que lleva la firma de un abogado que honra
nuestro foro, en esa magnífica defensa escrita, se dice con gran
acierto que Curros Enriquez, al escibir la composición en que nos
estamos ocupando parece haberse inspirado en los versículos 5, 6 y 7,
capítulo 6.º del Génesis:
Videns
auten Deus quod multa
malitia hominum esset in terra, et cuncta cogitatio cordis intenta esset
ad malum omni tempore,
Poenituit
cum quod hominem fecisset in terrat et factus dolore cordis intrinsecus,
Delebo,
inquit, hominem, quem creavi, á facie terræ, ab homine usque ad
animantia, á reptili usque ad volucres coeli: poenitet enim me fecisse
eos.
Y viendo Dios que era mucha la malicia de
los hombres sobre la tierra, y que todos los pensamientos del corazon
eran inclinados al mal en todo tiempo,
Arrepintióse de haber hecho al hombre en la
tierra. Y tocado de intimo dolor de corazon,
Borraré, dijo, de la haz de la tierra al
hombre que he creado, desde el hombre hasta los animales, desde el
reptil hasta las aves del cielo; porque me arrepiento de haberlos hecho.
Señor Presidente: faltan cuatro minutos para
terminar las horas reglamentarias de la sesion de hoy: el estado de mi
salud hubiera debido sugerirme la conveniencia, ya que no la necesidad
de pedir por segunda vez la suspensión de esta vista: no he querido,
sin embargo, que por mi culpa
[p. 235]
se prolongue un solo instante la crítica
situación de Curros Enriquez; pero estoy fatigado, tengo todavía
bastante de que ocuparme; y ruego á S. S. que, suspendiendo la vista de
esta causa, se digne reservarme el uso de la palabra para la audiencia
próxima.
El Sr. Presidente del Tribunal:
Se suspende la vista de esta causa para la audiencia próxima.
Eran las tres.
________________________________________ |
Continuando la
vista el dia 5 á la una de la tarde, dijo:
El Sr. Presidente del Tribunal:
El defensor del procesado continúa en el uso de la palabra.
El Sr. Puga y Blanco: La Sala se
dignará recordar todo lo que ayer he tenido la honra de exponer á su
ilustrada consideración. No he de hacer un resúmen, que demasiada
benevolencia se me ha dispensado, y no es digno de quien la recibe
abusar de ella: habrá de serme permitido, no obstante, hacer presente,
para procurar el mayor enlace posible entre las dos partes en que ha
venido á quedar dividido mi informe por consecuencia de la suspensión
de esta vista; habrá de serme permitido hacer presente que mis últimos
razonamientos se encaminaban á demostrar que sería notoriamente
injusto prescindir de la intención con que Curros Enriquez ha escrito
los versos que fueron objeto de denuncia, no para sujetarle á un juicio
meramente literario, sino para investigar si le alcanzan ó no le
alcanzan las responsabilidades que la ley exige á los que infringen sus
preceptos.
Curros Enriquez, decíamos, parece haberse
inspirado en los versículos 5, 6 y 7, capítulo 6.º del Génesis, en
cuyos versículos se manfiiesta Dios arrepentido de haber hecho al
hombre. Así se expuso con incontestable acierto en la notable
[p. 236]
defensa
de primera instancia, y así es la verdad.
Bien puede decirse de Curros Enriquez lo que
decía Julio Scalígero de Juvenal, á proposito de la vehemencia con
que reprendía los vicios: Ardet, inflat, jugulat.
Conócese que las deformidades de la realidad,
contrastando con las bellezas de un ideal sublime, á la manera que por
el choque eléctrico se forma el rayo en las alturas del espacio,
producen una violenta explosión en los nobilísimos y elevados
sentimientos del poeta. El quisiera un mundo mejor: él quisiera un
mundo exento de las abominaciones y de las impurezas que por todas
partes nos asedian y nos degradan á los ojos mismos de la Divinidad:
él quisiera un Pontificado sin fausto, una legislación sin pena de
muerte, un suelo que no agotara estérilmente el sudor y la sangre, el
aliento y la vida de los desheredados de la fortuna, que, más que hijos
del trabajo, parecen víctimas de todos los rigores del cielo y
esclavos de todas las iniquidades de la tierra: él quisiera una
sociedad que no se mostrase indiferente ante el escandaloso espectáculo
que nos ofrecen esas miserables grandezas improvisadas de la noche á la
mañana, que no pueden tener otro orígen que el del vicio consentido,
el de la inmoralidad tolerada; gracias al frio escepticismo que se ha
erigido en juzgador soberano de las acciones de los hombres; él
quisiera ver condenada la repugnante usura, odioso tributo pagado á la
codicia, triste y fecundo manantial de lágrimas, de hambre y de
miseria; él quisiera ver protegida la inerme y desamparada ancianidad,
igualmente protegida la inocencia, y así bien proscríta la ignorancia,
entre cuyas sombras crecen y se desarrollan, para desdicha suya y de la
sociedad, la mayor parte de las criaturas humanas; él quisiera pueblos
que no fuesen el patrimonio heredado de unos Gobiernos por otros, sino
Gobiernos consagrados á producir, en beneficio
[p. 237]
de los pueblos, el mayor
grado de bienestar posible; Gobiernos ménos atentos á su
conservación, ménos atentos á sí mismos que á la felicidad común
en la gestión de los negocios públicos; él quisiera, en fin, que,
así como la luz del sol alumbra á todos por igual, á todos por igual
alcanzase la luz de la tolerancia, de la justicia y de la libertad.
Mandémosle á presidio: éste es su delito.
Pero es que, además, el poeta se ocupa en
dirigir sus terribles dardos al corazón de esa parte de nuestro clero
que tiene instintos de sangre y de exterminio; pero es que, además, el
poeta se ocupa en dirigir sus certeros dardos á esa parte de nuestro
clero, la menor y la ménos ilustrada sin duda, que interviene en las
contiendas civiles, no para poner paz entre los ciegos y apasionados
contendientes, siquiera sean hermanos, sino para excitarles á la lucha,
dando ellos mismos, los tales sacerdotes, el triste ejemplo de tomar las
armas y de hacer uso de ellas, con manifiesta infracción de los
preceptos evangélicos y con evidente menosprecio de las leyes del
decoro sacerdotal.
No quisiera yo persuadirme de que sea éste el
secreto de la persecución de Curros Enriquez.
Grandemente se equivocaría quien pensase que
con la defensa de Curros Enriquez estoy haciendo el proceso de mis
propis ideas y de mis propias convicciones. No precisamente hoy, que
todos disfrutamos de los inapreciables beneficios de la paz, paz que yo
bendigo con toda mi alma, como tienen que bendecirla todos aquellos á
quienes no sea indiferente la suerte y áun la existencia misma de la
pátria, paz que yo quisiera ver consolidada para siempre, siquiera este
deseo mío haya de suscritarme secretas antipatías, que, dicho sea en
honor de la verdad, están muy lejos de mortificarme; no precisamente
hoy, sino áun en las circunstancias mismas en que el calor de la lucha
podía tener virtud bastante para atenuar
[p. 238]
la gravedad de ciertos actos
funestos, áun en esas mismas circunstancias he visto con hondo disgusto
y con profunda tristeza que los llamados á intervenir como misioneros
de paz, blandiesen furiosos las armas de la guerra, significándose ellos
los primeros en esas escenas sangrientas de horrible e implacable
crueldad, cuyo recuerdo excita á la vez el dolor y la vergüenza.
No hay, pues, sacrificio alguno por mi parte en
el aplauso tributado al poeta. Despues de todo, Curros Enriquez no ha
censurado á los sacerdotes guerreros con tanta dureza como en su tiempo
lo hizo uno de los Santos Padres más esclarecidos de la Iglesia, San
Bernardo.
Quis sane non miretur, imo et detestetur unius
esse personæ et armatum armata ducere militiam, et alba stolaque
indutum, in medio ecclesiæ pronunciare evangelium. Tuba indicere bellum
militibus et jussa episcopi populis intimare? Nisi forte quod
intolerabilius est erubescit evangelium de quo vos eleccionis
admodum gloriatur et confunditur videri cleritus magisque
honorabili ducit justari se militem: curiam ecclesiæ prefert, regis
mensam altari Christi, et
calici Domini calicem
demoniorum.
Y á la verdad, ¿quien no admira y detesta
á la vez el contemplar á una misma persona cubierta de armas, guiar
los ejércitos y, al propio tiempo, revestida con el alba y la estola,
predicar en el templo el Evangelio; excitar con los clarines á la lucha
y juntamente intimar á los pueblos la ley de Dios? Es que y
esto se hace intolerable prefieren, deprimiendo los preceptos
evangélicos, á pesar de ser los elegidos para glorificarlos, la
calidad de soldados á la de sacerdotes: la curia á la Iglesia, la mesa
del rey al altar de Cristo, el cáliz de los demonios al cáliz del
Señor.
Es verdad que el señor juez de primera
instancia de Orense no se ha permitido hacer á este propósito
indicación de ningun género en la sentencia consultada. Comprendemos
su natural reserva; pero no se explica que, remontándose á otras
[p. 239]
alturas, haya tenido valor para considerar á Curros Enriquez incurso en
las prescripciones del Código penal, por haber hecho uso, segun él, de
frases y de conceptos que inducen á la mofa y al desprecio del Sumo
Pontífice.
¿Qué frases son esas, si Curros Enriquez no
se refiere en sus versos á los tiempos actuales, ni á tiempos
inmediatamente anteriores á los actuales?
¿Qué frases son esas, si Curros Enriquez no
se refiere en sus versos al inmortal Pio IX, ni á su sabio, clemente y
prudentísimo sucesor, el venerable y virtuosos jefe que, para bien de
la Iglesia y de la sociedad, rige en los presentes momentos los destinos
del mundo católico?
¿Qué frases son esas, á qué tiempos se
refieren esas frases, si Curros Enriquez nos habla en sus versos de
herejes quemados por la voluntad de los Pontifices, y si Curros Enriquez
nos habla en sus versos de la codicia y del sibaritismo que se apoderó
de Roma?
Y en último término, ¿qué ganaría la
institución del Pontificado, si fuera lícito confundirla y
amalgamarla, en los inflexibles juicios de la historia, con las personas
de los Papas? ¿Es que todos los Pontífices han sido santos, porque la
institución del Pontificado sea de origen divino, y es que todos los
Pontífices han sido buenos, porque la institución del Pontificado haya
ejercido una saludable influencia en la marcha progresiva de los
pueblos? ¿Es que nadie se ha permitido hablar de Roma, nunca, en ningun
tiempo, porque allí no hubo vicios, y si los hubo merecieron, porque
eran de Roma, ser elevados á la categoría de virtudes? ¿Es que los
Papas son impecables?
Pues mandemos á presidio á los historiadores
católicos que nos dicen que Esteban VI dió á la Iglesia el
escandoloso espectáculo de hacer desenterrar el cadáver de Formoso,
obispo de Porto. elevado á la Sede Romana á la muerte de Martin II, y
que le hizo juzgar ordenando vestirle previa-
[p. 240]
mente de Pontífice, y
sentarle en el trono, mandando, despues de pronunciada la sentencia,
cortarle la cabeza y los tres dedos con que había bendecido, y
arrojarle al Tiber, y declarando, por último, no consagrados á cuantos
habian recibido de el las órdenes.
Pues mandemos á presidio á los historiadores
católicos que nos dicen que Juan X fué promovido al Pontificado por
las intrigas de su amante la hermosa Teodora, la parienta y aliada de
Adalberto II, marqués de Toscana.
Pues mandemos á presidio á los historiadores
católicos que nos dicen que Juan XI se abandonaba á las propensiones
de una juventud desenfrenada, dejando á su madre, la ambiciosa Madocia,
y á su hermano Alberico, dirigir á su antojo las cosas sagradas y
profanas.
¡No parece sino que el respeto debido á la
institución del Pontificado depende del juicio que ante la historia
hayan podido merecer determinados Pontífices.
En el Concilio reunido por Othon el Grande para
juzgar al Papa Juan XII, ¡qué horribles cargos no se acumulan contra
éste! Que el palacio de Letran se trasformara en mansión de
desórdenes por mujeres licenciosas; que por órden suya se mutilara, se
privara de la vista y se condenara á muerte á obispos dignísimos; que
promoviera á un niño de diez años al obispado de Todi; que se le
viera beber en honor del demonio y de las divinidades paganas... Basta.
Mandemos á presidio á los historiadores
católicos que nos dicen que ese Papa murió á manos de un marido
ultrajado.
No es posible que el inferior crea que la
Cátedra de San Pedro estuvo siempre ocupada por Pontífices sabios,
virtuosos, clementes, prudentísimos y exclusivamente consagrados á la
defensa de los intereses del Catolicismo; yo no puedo inferir esa ofensa
gravísima á la ilustración del señor juez de primera instancia de
Oren-
[p. 241]
se, si quiera la sentencia de autos nos autorizase para decir algo
á este propósito.
Quam fædissima Ecclesi romanæ facies,
exclama el religiosísimo cardenal Baronio, quum Romæ dominarentur
potentissimæ æque ac sordidissimæ meretrices! Quarum arbitrio
mutarentur Sedes, darentur episcopi, et, quod auditu horrendum et
infandum est, intruderentur in Sedem Petri earum amasii
pseudo-Pontifices, qui non sunt nisi ad consignada tantum tempora in
catalogo romanorum Pontificum scripti.
No confundamos: los Papas no son el
Pontificado, de la misma manera que los católicos no son el
catolicismo.
Por malos que sean los Papas, el Pontificado ha
de ser siempre una institución altísima, como establecida por Dios
para el regimen y gobierno de su Iglesia.
Por malos que sean los católicos, el
catolicismo ha de ser siempre la verdad, y la luz, la caridad y la
justicia.
¿Pero es que el catolicismo exige, ni ha
exigido en ningun tiempo, la servil adulación de los fieles
relativamente á los vicios, ó á las malas costumbres, ó á las
faltas de los que por ocupar los más elevados lugares de la jerarquía
eclesiástica están más obligados á dar ejemplos de mansedumbre, de
piedad y de virtud?
Es cierto que la historia nos enseña cuánto
han tenido que sufrir los hombres, cuánto han tenido que padecer los
hombres que escudados en una vida sin mancha hicieron uso de la santa
libertad de reprender el mal.
El insigne fraile dominico que ha llenado con
su nombre immortal la segunda mitad del siglo XV, Jerónimo Savonrrola,
tan constante en oponer con su poderosa elocuencia un fuerte dique á
las ideas y á las costumbres paganas que invadían la sociedad de su
tiempo, corrompiendola, como intrépido en la defensa de los derechos
del pueblo: aquel mártir de sus convicciones y de su amor á la pureza
de las costumbres cristianas,
[p. 242]
que, con la sublime entereza que sólo
está reservada al verdadero génio contesta á las amenazas de Roma:
«Entre en el cláustro para aprender á sufrir; los padecimientos han
venido á visitarme, los he estudiado y me han enseñado á amar y á
perdonar siempre.» Savonarola, que vivía en una época en que se
llamaba á Jesucristo hijo de Júpiter, Diosa á la Vírgen María, y á
la Providencia Destino; fijos los ojos en el cielo para implorar sin
descanso la misericordia divina en favor de aquella sociedad tan
desgraciada como inmoral; predicando siempre, y siempre amonestando con
digna severidad á los opresores, y siempre dirigiendo su cariñosa voz
á los oprimidos; la voz de la esperanza y del consuelo, juzga cumplir
con su deber escribiendo á los príncipes cristianos que es menester
reunir un Concilio, en el cual se propone probar que la iglesia de Dios
está sin Jefe, que no es verdadero Pontífice, ni digno de esta
categoría, ni siquiera cristiano, el que á la sazon ocupa la Cátedra
de San Pedro.
¿Podrá objetarse que Savonarola es autoridad
recusable entre católicos, puesto que al fin fué arrojado á las
llamas con el consentimiento y con el beneplácito de Roma? No lo
discuto; que no es esta ocasion oportuna para discutirlo, como tampoco
ocasion oportuna para examinar si el horrible suplicio del virtuoso
dominico constituye ó no un título de gloria para el pontificado de
Alejandro VI.
Dejemos á Savonarola. Tomás Becket, el
valeroso arzobispo de Cantorbery, que se levanta en la historia como
una de las figuras más interesantes en el turbulento reinado de Enrique
II de Inglaterra; Tomás Becket, el iniciador de la resistencia á las
absorbentes constituciones de Clarendon, quejándose de que en Roma
Barrabás es preferido á Cristo, al salir para su destierro escribe á
los Cardenales amonestándoles que no se fien en frágiles riquezas, y
exhortándoles para que acumulen un tesoro en el cielo, socorriendo á
[p. 243]
los oprimidos, exclama, con referencia sin duda al Papa Alejandro III:
«¡Buen Dios! ¿Qué vigor hay que esperar en los miembros, faltando la
cabeza? Ya se dice que en Roma no hay justicia capaz de resistir á los
poderosos.»
¿Y qué contesta el severo defensor de la
integridad de los derechos de la Iglesia á los Obispos que le censuran?
Pues contesta estas sublimes palabras: «San Pedro fué pescador;
nosotros somos sus sucesores, y no de Augusto.»
Enrique II mandó asesinar al ilustre
arzobispo: el señor juez de primera instancia de Orense le habría
condenado á prisión correccional.
No me cabe duda de ningun género; yo no creo
faltar en nada á los respetos debidos al señor juez de primera
instancia de Orense, y cuenta que le respeto mucho, aseverando aquí
que, si hubiese administrado justicia allá por el siglo XIV, habría
sido capaz de procesar á la misma Santa Brígida. ¿Y cómo no había
de procesarla, si ésta, aludiendo segun todas las probabilidades á
Clemente VI, dice: «El Papa es el asesino de las almas; dispersa y
destruye la grey de Cristo; es más cruel que los judíos y peor que el
mismo Lucifer. Ha convertido los diez mandamientos en uno solo: en llevad
dinero. Roma es un baratillo del infierno, y el diablo preside allí
vendiendo los bienes que Cristo conquistó con su pasión.»
Pues si los santos emplean este lenguaje en sus
censuras relativas á la córte de Roma, no debe extrañarse que los que
no son santos, y tengo para mí que Curros Enriquez no lo es, áun
cuando puede serlo todavía, no debe extrañarse que los que no son
santos, escriban unos versos en que se eche de ménos aquel
desprendimiento de los bienes terrenales que tanto recomienda el
Evangelio, y aquella pureza de costumbres que tanto hay que admirar en
los primeros siglos de la Iglesia.
Dice ménos, dice muchísimo ménos Curros
Enriquez, á propósito del fausto de las altas dig-
[p. 244]
nidades de la
Iglesia, de lo que en su tiempo dijo el inmortal Pedro Damiano: «Tienen
hambre de oro... Me siento poseido de fastidio al enumerar estas necias
vanidades que ciertamente mueven á risa, si bien es una risa que
concluye por arrancar lágrimas, al ver tales portentos de altanería y
de maravillosa locura, y las vendas pastorales resplandecientes de
pedrería y recamadas de oro.»
Y si quiere recurrirse á la autoridaü del
gran San Bernardo, que está universalmente reputado como una de las
primeras lumbreras de la Iglesia, ¿qué es lo que resulta haber dicho
Curros Enriquez en esos versos que tanto han herido la religiosa
susceptibilidad del inferior?
Dignum
est ut qui altario deservit de altario vivat. Non
autem, ut de altario luxurieris, ut de altario superbias, ut inde
compares tibi frena aurea selas depictas calcarea de argentata, varia
grifeaque pellicea acollo et manibus ornatu purpureo diversificata. Denique
quidquid praeter necessarium victum, ac simplicem vestitum de altario
retines, tuum non est, rapina est, sacrilegium est... Sic
ergo et nos contenti simus vestimentis quibus operiamur... non quibus
mulierculis assimilari, vel placere studeamos.
Justo es que el que sirve al altar viva del
altar; más no que del altar se tomen riquezas que sirvan de regalo ó
fomenten la soberbia, y mucho ménos que por su cuenta se ostenten
adornos lujosos de oro, piedras preciosas, púrpura y variadas y ricas
pieles; pues que todo lo que procedente del altar se retenga, fuera de
un frugal alimento y de un modesto vestido, es rapiña: rapina
est, es sacrilegio, sacrilegium
est. Contentémonos concluye con un humilde
vestir, y no imitemos á varias mujerzuelas, pretendiendo agradar.
Ya lo ve la Sala; y no quiero yo cotejar
tiempos con tiempos, costumbres con costumbres, y necesidades con
necesidades: encierro mi intención dentro de los legítimos propósitos
de la defensa.
Más si, saliéndonos de este terreno, conside-
[p. 245]
rásemos oportuno citar poetas catolicos que hubiesen empleado
una parte no escasa de su ingenio en satirizar la codicia y la
desenfrenada ambición que en ciertas épocas se apoderaron de Roma, es
bien seguro que podríamos ocupar la atencion del Tribunal durante una
semana entera: pero voy haciéndome demasiado prolijo, y he de
concretarme, por tanto, á dar lectura de unos versos muy cortos de Juan
Ruiz, el famoso arcipreste de Hita, que, por lo sustancioso, y por lo
intencionados, dejan muy atras los de Curros Enriquez:
El Sr.Presidente: Llamo la
atención del letrado acerca de que la Sala conoce esos versos y le
ruego que prescinda de ellos y pase á otro órden de consideraciones
jurídicas.
El Sr. Puga: Sr. Presidénte, no
tiene V. S. necesidad de rogarme, cuando le asiste el derecho, que yo no
discuto, de hacerme obedecer sus prescripciones. Es evidente que la
presidencia puede y debe velar porque se guarden aquí todo género de
conveniencias; presumo que no he faltado á ellas, pero entiendo á la
vez, y lo digo salvando todos los acatamientos que son debidos a la
respetable autoridad de V. S., entiendo que la presidencia no puede
imponerme su criterio en cuanto á la elección de los medios de
defensa. Si V. S., señor presidente, me impide que lea los anunciados
versos del arcipreste de Hita, yo dejo de leerlos, no sin protestar,
siquiera no sea más que por conservar la integridad de los fueros de
esta toga; no sin protestar respetuosamente la indefensión de mi
cliente.
El Sr. Presidente: La Sala ha
dejado al letrado toda la latitud necesaria para defender á su cliente;
y como quiera que la Sala, para formar juicio del proceso, no necesite
oir los versos que
[p. 246]
el letrado se proponía leer, no puede permitir la
lectura de los mismos.
El Sr. Puga: Pues toda vez que la
Sala no me permite leer los versos de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, que
ha florecido en el siglo XIV y de cuyo poeta se celebran todavía hoy
algunos himnos, notables por lo piadosos y así bien notables en el
órden literario, dedicados á la Vírgen, continúo mi informe, señor
presidente, en otro terreno.
El Sr. Presidente: Dejando ya
esas citas, la defensa puede continuar.
El Sr. Puga: Todo lo que en este
terreno hubiera yo podido decir, y era mucho, en defensa de Curros
Enriquez, y que ya no digo, toda vez que la presidencia me lo impide,
habría de tener por objeto hacer notar el contraste que se advierte
entre las composiciones denunciadas y las que se deben á poetas de cuyo
catolicismo no puede dudarse en modo alguno, y demostrar palmariamente
que aquéllas son más inofensivas que éstas.
De cualquiera suerte, pretender sujetar los
vuelos de la imaginación ardiente del poeta á las acompasadas reglas
que sirven para trazar el camino de las especulaciones del raciocinio
frio y severo, es pretender un imposible.
El mismo Dante, de quien un notable historiador
y crítico nos dice que no poetiza por instinto, sino que todo en él es
cálculo y raciocinio; Dante, que profesaba respeto á la autoridad del
Papa, y que creía que el imperio de Roma había sido ordenado por Dios
para la futura grandeza de la ciudad en donde reside el sucesor de San
Pedro, ridiculizando los excesos de los prelados, dice: «que cubrían
sus palafrenes con sus mantos; de suerte que dos animales iban bajo una
misma piel.» LLama á los obispos de la época de Bonifacio VIII, en
cuya córte dice que todos los días se traficaba con Cristo, «rapaces
lobos con disfraz de pastores, que, habiendo convertido el oro y la
plata en Dios, entristecen el mundo, desprecian-
[p. 247]
do á los buenos y
ensalzando á los perversos;» y de aquel Pontífice dice que era
«insaciable de los bienes de la tierra, no temiéndo, para
proporcionárselos, apoderarse de la Santa Iglesia con engaño, para
ultrajarla luego; que cambió el cementerio de Pedro en cloaca donde se
regocija el Demonio entre sangre é impureza».
Y no echemos en olvido que el Dante apostrofa
á los que hablan contra la fé con las siguientes palabras: «Malditos
seais vosotros, vuestra presunción y los que os creen;» y no echemos
en olvido que el retrato del Dante fué colocado en el Vaticano, entre
los de los Padres de la Iglesia; y no echemos en olvido que en su tiempo
le llamaban Theologos Dantes, nullius dogmatis expers.
Es cierto que en 1865 se quiso celebrar en
Italia el sexto centenario de su nacimiento, teniendo en cuenta su
animadversión con los Papas; pero los pensadores más desapasionados y
los escritores más sensatos reivindicaron la verdad, segun César
Cantú, conviniendo en que, si se había encarnizado contra los abusos
de la corte de Roma, y señaladamente contra Bonifacio VIII, siempre
fuera reverente á la Santa Sede, y siempre se manifestara respetuoso
hacia la institución del Pontificado.
Basta sobre la primera de las dos composiciones
acerca de las que el señor obispo de Orense tuvo por conveniente llamar
la atención del gobernador civil de la provincia.
En cuanto á la segunda, como quiera que en
ella no se funda el señor juez de primera instancia de Orense para
condenar á Curros Enriquez, y sólo se permite aludirla de una manera
vaga é indeterminada en la sentencia de autos, he de ser muy en breve.
Titúlase esa composición A Igrexa fria.
Literalmente traducida, dice así:
«Por encima de los campos, en medio del monte,
levántase aún, hidrópica y negra, cual
[p. 248]
gigante hipopótamo muerto,
cubierto de gusanos, rodeada de tínieblas y de grama, la deforme
espalda del viejo monasterio.
Las recias agujas de hierro de las torres
parecen quejarse de la marcha de los tiempos, y, siempre paradas é
inmóviles, semejan los dedos de una mano de Titan, que anda en busca
del rayo, que tarda, de las iras del cielo.
Desde la alta campana, cae aún en anillos la
fuerte cadena con triste bamboleo. Cuando al ponerse el sol la azotan
los vientos de las montañas, se asemeja á una sierpe encantada, que
guarda las ruinas refunfuñando y tejiendo.
Con los pelos erizados, en la mano un cuchillo
manchado con la sangre de los pobres viajeros, tiempo hubo en que aquí
venía á buscar asilo y amparo el ladrón de los caminos, á quien
pusieron en salvo los frailes que quemaban á Praga.
Vestido de monje como ellos el reo, de réprobo
á santo pasó en un mismo dia, y de la garganta que debería ser tajada
en un cepo, salió el anatema que excomulga al insigne Colón y al gran
Galileo.
Las vírgenes forzadas, los pobres despojados,
pedían entre tanto socorro y remedio, y la justicia, escudero mal
pagado del crímen sangriento, se quedaba á la puerta del sagrado,
batiendo los dientes de rabia y de cólera.
En mis solitarios nocturnos paseos me sucede á
veces llegar al monasterio, y haciéndome entonces visajes, al reflejo
de la luna, una negra visión de entre las ruinas, ¡qué tiempos! me
dice, y yo digo: ¡qué tiempos!»
Puede ser que aquí resulte atacado algun dogma
de la religión católica; respetabilísima es para mí la opinión del
señor obispo de Orense; pero confieso ingenuamente que no alcanzo cuál
sea el dogma á que S.S.I. pueda referirse.
Es más: Curros Enriquez no lanza sobre el
derecho de asilo un juicio condenatorio en absoluto; ni ¿de qué suerte
había de lanzar Curros
[p. 249]
Enriquez un juicio condenatorio en absoluto
sobre el derecho de asilo, rindiendo, como rinde culto á las ideas
democráticas?
¿Pues qué significa el derecho de asilo?...
Cuando el castigo no proviene de la ley; cuando
los derechos del más débil no tienen la necesaria garantía en el
estricto cumplimiento de los deberes del mas fuerte; cuando la violencia
se sobrepone á la justicia; cuando las relaciones del poder público
con el interés privado no están revestidas de la autoridad que
proviene de una organización política robusta y respetable; cuando los
privilegios de la superioridad y el empleo de la fuerza no tienen
límites marcados y bastantemente definidos en el derecho comun; cuando
el acreedor puede apoderarse del deudo, y poco ménos que sacrificarle
á su capricho; cuando los parientes de la víctima están facultados
para erigirse en juzgadores supremos del matador, que tal vez se ha
defendido de una agresión ilegítima é injustificada; cuando el señor
persigue al esclavo por una leve falta y pretende arrancarle
bárbaramente la vida, ó mutilarle sin piedad; en suma; cuando el
espíritu inhumanitario de las leyes, su insuficiencia además y la
relajación de las costumbres acusan una gran decadencia en el estado
social de un país, el derecho de asilo levántase como una institución
perfectamente cristiana, digna de los respetos del historiador, de las
simpatías del jurisconsulto, de las alabanzas del filósofo y de los
cantos del poeta.
Si hay Concilios, y los hay numerosísimos que
pudieran citarse para honra de la Iglesia, en los que se dispone que no
sean entregados los que se refugien sin que proceda un juramento sobre
los Evangelíos que les garantice de no sufrir la pena de muerte,
mutilación y otras semejantes, justo es que ante ellos inclinemos la
cabeza en demostración, no ya de simple asentimiento, sino en
demostración de la simpatía que debe inspirarnos todo lo que es
humanitario, to-
[p. 250]
do lo que tiende á evitar la efusión de sangre, todo lo
que se dirige á proteger al débil contra el fuerte, al oprimido contra
el opresor, todo lo que se encamina al santo fin de poner coto ó de
mitigar de alguna suerte la crueldad implacable de los hombres.
¿Pero es que el espíritu civilizador de los
tiempos ha penetrado en la sociedad civil; pero es que los poderes
públicos del Estado funcionan con la debida regularidad y con la debida
independencia del poder de la Iglesia, siquiera le consideren y
respeten; pero es que hay leyes que garantizan la libertad y la vida, la
honra y bienestar de todos y de cada uno de los ciudadanos que
constituyen la agrupación social; pero es que la ciega venganza en que
consistía el castigo de otras épocas ha sido reemplazada por el sereno
y concienzudo precepto del legislador; pero es que los privilegios que
engendraban y hacian prosperar la repugnante soberbia de los afortunados
de la tierra, han sido borrados de los Códigos y de las costumbres por
la mano bienhechora de la revolución; pero es que los pobres y los
desvalidos están á cubierto de las violencias de los ricos y de los
poderosos; pero es que hay formas seguras y eficaces en el procedimiento criminal, tanto para que se castiguen los delitos como
para que se respete la inocencia de los procesados; pero es que el
Estado se basta á si mismo, y que no necesita para nada de la tutela
inmediata de la iglesia; pero es que el Estado se basta á sí mismo y
que no necesita para nada de la intervención directa del poder
eclesiástico, en todo lo que es concerniente á la conservación del
órden social...? ¿Quién defiende el derecho de asilo? ¿Qué
significa el derecho de asilo considerado en absoluto y á los ojos de
la razon? En el orden jurídico, la impunidad; en el órden político,
el privilegio; en el órden filosófico, lo absurdo; y en el órden
moral ¡qué diremos!... en el órden moral, la consagración del
crimen,
[p. 251]
que es la última y la mas funesta de todas las aberraciones del
espíritu humano.
¡Pues no faltaba más sino que el inspirado
poeta no pudiera dirigir sus certeros ataques contra los abusos de esa
institución, cuando esos abusos merecieron ser reprobados por
Pontífices como Gregorio XIV, Benedicto XIII, Clemente XII, Benedicto y
Clemente XIV, que expidieron bulas, encíclicas y breves encaminados á
conteter el escandaloso patrocinio que merecían por parte de algunas
iglesias los incendiarios, los envenenadores y los salteadores de
caminos! Y téngase en cuenta que estamos ocupándonos de una
composición, que, en el órden literario, se eleva á tales alturas, que
ella por sí sola sería capaz de colocar á Curros Enriquez á la
cabeza de los primeros poetas de Galicia. No se advierte en esa
composición más que un pequeño lunar, que consiste en un error
histórico:
De monxe
vestido
Com'eles o reo,
De réprobo á santo
Pasou n'un dia mesmo;
E' d'a gorxa que ser debería
Tallada n'un cepo,
A pauliña saíu qu'escomulga
O insine Colombo y-ó gran Galiléo.»
|
No es exacto: Cristóbal Colon, alentado por el famoso
vaticinio de Séneca, en que se predecía que el mar ofrecería nuevas
tierras y que un segundo Tífis descubriría orbes desconocidos, no sin
haber recurrido ántes á los autorizados consejos del más célebre
geómetra de aquella época, el florentino Pablo Toscanelli, sin
sentirse despechado por que se le calificase por los sábios portugueses
de loco presuntuoso, proyecta la gigantesca empresa del descubrimiento
del Nuevo
[p. 252]
Mundo; y si consigue llevarla á cabo, bien puede atribuirse
una parte de esa gloria á Fray Diego de Deza, en primer término, y en
segundo á Fray Juan Perez de Marchena, que á la sazon regía el
monasterio de Santa María de la Rábida.
No; no es de imputar á la Iglesia el agravio
de que hubiese opuesto obstáculos al grandioso pensamiento de Colon,
porque si bien no puede desconocerse que las aserciones de éste sobre
la existencia de otros mundos y de otros hombres no indicados en el
Génesis causaron recelos á los teólogos ignorantes, en cambio hay que
inclinar la cabeza ante la memoria respetable de monseñor Geraldi,
Nuncio apostólico, que salió valerosamente al encuentro de aquellos
recelos, demostrando que en nada se contradecía al Génesis con las
afirmaciones del ilustre marino.
Quiere decir que el único punto vulnerable de
la valiente é inspirada poesía en que nos estamos ocupando, consiste
en un error histórico; y los errores históricos, y los errores
filosóficos, y los errores jurídicos, y aún los mismos errores
religiosos, no caen ni pueden caer bajo las prescripciones de ningún
Código penal de Europa en el presente siglo; á no ser que pretendamos
retroceder á aquellos tiempos que dieron triste celebridad á la torre
de Lóndres y al castillo de Spielberg; á la carcel de corte y á los
presidios de Lambesa; á la renombrada Inquisición de Sevilla y al
famoso calabozo de las tiranías secretas, mansiones todas en donde la
iniquidad pudo triunfar de la justicia, y tiempos mas propios que los
actuales para el señor juez de primera instancia, puesto que en
ellos podía dictar sentencias que seguramente habrían de dar á su
nombre mayor respetabilidad que la que ha de alcanzarle la dictada
contra Curros Enriquez en la presente causa.
Ni una palabra más sobre las dos composiciones
que fueron objeto de denuncia.
Traía yo el propósito de hacer conocer á la
Sa-
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la el juicio que de Curros Enriquez han formado los periódicos más
importantes de España, pero me he extendido tanto, que abrigo el
natural temor, más natural desde que la presidencia se ha dignado
interrumpirme, de abusar demasiado de la benevolencia marcadísima, y
nunca bastantemente agradecida, que la Sala tuvo la bondad de
dispensarme. Me limitaré, por consiguiente, á leer un solo párrafo de
un artículo crítico que está autorizado ocn la firma de una escritora
muy conocida entre nosostros, eminentemente católica y eminentemente
distinguida, Emilia Pardo Bazan, cuyo nombre ha sido ya llevado en alas
de la fama á todos los centros nacionales de la ilustración y del
saber.
Prescindiendo de la clasificación que en ese
bien escrito artículo se hace de las diferentes poesías de Curros
Enriquez, y sintetizando su juicio, dice así la ilustre publicista:
«Y es que en el Sr. Curros hay dos entidades
intelectuales, ó mejor dijéramos (robando á Heriberto Spencer uno de
sus vocablos favoritos,) emocionales. Es la una la de un poeta de
raza, de corazón y sentido, de expresión y de forma; un poeta que se
inspira libremente en los sentimientos puros y legítimos, en los
afectos del alma, en el espectáculo de la realidad, en las tradiciones,
en las costumbres; á quien no llamo poeta porque sepa rimar gratamente
y dirigir cuatro requiebros á la luna y al arroyuelo, sino porque sabe
oir y repetir el himno misterioso que entonan las cosas todas de la
tierra, pero que, según antiguo privilegio, sólo los poetas verdaderos
aciertan á traducir al humano lenguaje. Es la segunda personalidad del
Sr. Curros la de un demócrata impresionado y entusiasta, como ya
van quedando pocos, tout d'une pièce, y que dice en verso lo que
en prosa temería proclamar por miedo á la sonrisilla escéptica que el
desengañado último tercio del siglo XIX va adoptando como medio, tal
vez el más eficaz, de combatir utopias
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que al tomar cuerpo
realizándose, á nadie acaso espantaran tanto como á sus padres y
patrocinadores.»
Ya lo vé la Sala: como demócrata impresionado
podrá Curros Enriquez merecer por las ideas que sustenta, el
disentimiento de los que no son demócratas; pero como gran poeta, tengo
para mí que no merecía el sufrimiento de estar ocupando la atención
de un Tribunal de justicia.
Venía yo dispuesto tambien á demostrar que,
aún en la hipótesis de que existiese el delito que en estos actos se
persigue, la Sala, jurídicamente hablando, estaría imposibilitada de
dictar una sentencia condenatoria; porque aquí no se ejercita por
quien pudiera ejercitarse la acción pública que corresponde á la
sociedad, y en su nombre, y por delegación del poder ejecutivo, al
Ministerio fiscal, para pedir el castigo de los delitos de esta índole;
porque, perfectamente deslindadas las atribuciones y las
responsabilidades del Poder judicial y del Ministerio público, no
pueden los Tribunales de justicia, que representan el primero, invadir
las atribuciones del segundo, constituyendose, á la vez que en
juzgadores, en acusadores de los procesados; y porque es de tal notoriedad esta doctrina,
que el número 3.º del art. 868 de la
Compilación de las disposiciones vigentes sobre el Enjuiciamiento
criminal autoriza la interposición del recurso de casación contra las
sentencias en que se pene un delito más grave que el que haya sido
objeto de la acusación; de donde se sigue que no habiendo acusación,
no puede haber condena.
Por último, venía yo dispuesto también á
demostrar que en ningún caso podría la Sala dictar en esta causa
sentencia condenatoria, sin mandar procesar á la Diputación provincial
de Orense, que aparece subvencionando con la cantidad de 1.000 pesetas
la publicación del volumen en que se contienen las poesías
denunciadas; como que de autos resulta que en esa cantidad se ha puesto
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embargo para subvenir á las responsabilidades que pudieran nacer de la
formación de este proceso.
Pero la fatiga me rinde, y por otra parte
considero salvado á Curros Enriquez, más que por mis propios
esfuerzos, por su propia inocencia y por la nunca desmentida
justificación del Tribunal.
Termino, pues, en la confianza de que la Sala
ha de servirse absolver á mi cliente en los términos que tuve la honra
de solicitar al principio de mi informe.
El Sr. Presidente: Visto.
Eran los dos y cuarto.
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